Suicidio Leve
Las
horas del día pasaron como pasan los lamentos y a pesar de levantarme tarde el
viento se hizo sincero, no accedió a traerme la brisa que acarició sus labios,
ni las letras escritas con la tinta de su tintero. Me acaricié la papada como
queriendo pasar aquel trago amargo, desatando el nudo de la garganta con un
estrangulamiento breve, pero certero. Caminé nocturno arrastrando al sereno,
pero mis fosas de perro viejo ya no daban con su perfume cerrero, entonces
lamenté no haberla conocido nunca. Me senté en una esquina de la madera vieja,
acorralado por los suburbios de cerámicos con el guiso de alverja disecado y
con granos de arroz, atrapados entre el pico de los pollos perezosamente
mordisqueados. Introduje el dedo con determinación en el destino dibujado en el fondo del pocillo y con el cuncho del café dibujé nada menos que sus ojos sobre
una carta en blanco que me había enviado, encajé aquel retrato en un marco triangular
porque no encontré más varitas en el jardín y lo dispuse con un clavo viejo que
tenía incrustado en el alma, sobre aquella pared eterna que no había
inaugurado, desde allí me miraba serena, la dibujé triste para imaginar que me
extrañaba. Me senté a mirarla mirarme en la butaca coja y me balanceaba cual
mecedor improvisado, lentamente mi suicidio iba aconteciendo, fue premeditado
que su mirada como siempre me arrebatara el aliento.
Transitaba ya mi palpitar a una
frecuencia agónica, cuando la noche dejó desprender pesadas gotas sobre el
barro y el follaje, un aroma amargo se arrastró sobre mi boso y logró
escabullirse hasta el interior, sentí el mismo cosquilleo que me producía su
piel, cuando se impregnaba de aquel sudor frío después del amor; había
atravesado la habitación como un presagio de su regreso, como una negra polilla, gigante, arrastrando las cartas que anuncian la muerte. La puerta corrediza de
cristal estaba siempre abierta, las gotas humedecían la madera y el verde de un
fango invasor comenzaba a aferrarse, como una alfombra que recibe a una importante
visita, era ella, sabía que era ella, pero no sabía cuándo ni de donde
arrastraría sus talones hacía la alforja, la sentía omnipresente. Michaella, por
última vez me inundaba la noche, como todas las noches desde el día de su
muerte.
F. Briceño.
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