Aunque el hálito de la brisa roce con buen augurio los ladrillos en mi balcón, me invade la perturbadora sensación de que los edificios contiguos están llenos de oídos que acompañan en silencio mi melodía, la estructura de la cuadra en forma de cañón alientan un eco que rebota en cada ventana y pareciera que en cada viaje llevase susurros de aquellos oídos atentos, un masculleo penetrante que invade el silencio y lo perturba con el estrepitoso rigor que me prohíbe una equivocación, aunque sea la más mínima nota Lobo que se deslice por las cuerdas, será detectada por la finura de los tímpanos palpitantes. Pero ¿no resulta contradictorio en sí?, el artista debería invadir el aire con su música para provocar el deleite de sus escuchas, sin embargo, hay instantes breves en los que uno toca para el silencio, para la ausencia, para los huesos que vibran en acople armónico con la madera, para el vasto vacío que deslumbra la vista, para la soledad eterna que nos aguarda bajo la tierra.
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